viernes, 15 de noviembre de 2013

Un paseo por el cine

El llanero solitario, era más el deseo de despertar recuerdos, que el gusto por disfrutar de un buen guión o buenas actuaciones. Las expectativas eran contemplar el espectáculo sin mayores complicaciones reflexivas, ni analíticas que ocurren cuando espero un buen filme.

Inicia la función. Una fila en donde se distinguen nuestros distinguidos compañeros de sala. Una pareja de jovencitos él un parlanchin y ella que sólo sonreía sin decir una palabra, una familia con tres pequeños que no dejaban de correr por entre las piernas de quien se encontraban en su camino y, no más de diez personas hacíamos fila para comenzar a ver nuestra niñez en pantalla grande.

Sentados justo al centro de la sala, frente a nosotros un pasillo, en donde esperanzadamente pensé que cuando la película comenzara dejaría de pasar gente. Los chili dogs, olían delicioso, y aun así no dejaba de percibir un olor, entre perfume, sudor y alfombra húmeda y sucia. Mi quehacer de mamá hizo que mis hijos se levantaran para rociar un poco de agua desinfectante que traía en el bolso, y cuando estaba en esa tarea, una señora que se encontraba en los asientos de atrás dice con un volumen de voz alto a su hijo, -ash chingado, ya le cayó esa chingadera que está aventando esta vieja a tu coca. Yo con cara de “no escuché, voltee a la pantalla y seguí esperando que las luces descendieran su intensidad.

Mientras esperaba, la sala del cine se fue llenando, por criaturas que nos postrábamos frente a la gran pantalla sin un propósito común. Antes de que llegara la oscuridad la sala estaba llena, no sé de cuántos, pero sí de suficiente ruido.
Junto a nosotros llega un señor hablando solo o con las butacas, -aquí, si aquí está bien, ¿nos sentamos aquí? Y se respondía -sí, aquí me gusta. Miranda volteó a preguntarme con la mirada ¿qué le pasa a esté? Unos minutos más tarde llegó una señora y se sentó enseguida a acompañarlo, no me di cuenta hasta que Miranda me golpea con el codo y me hace una seña que voltee a ver a la vez que me canta –a dónde tan peinada. Volteo y veo a una señora con el cabello recogido por los lados y una peineta que le llaman cascada que deja su cabello rizado haciendo un gran alboroto al centro de su cabeza, llevaba el copete de los años noventas con su exacta cantidad de spray en el cabello, sonreí ante el cometario de mi hija aunque no tan evidente porque Montse ya me estaba pellizcando, regañándome porque no dejaba de ver a la señora.

Inicia la función y resulta que el parlanchín de la fila, queda atrás de mí y la novia enmudecida y sonriente resulta que sí habla y bastante. Comienza él a hacer un recuento de cuando él la encontró con un amigo y ella no le saludó, entonces él le recuerda recreando el momento con los diálogos que tenían ella y su amigo mientras ella, lo niega todo y sólo dice, -no, no me acuerdo. No dije nada, para no quedar como entrometida, pero sabía bien que ella se acordaba, era imposible ante tal memoria del chico que ella no lograra recordar nada, pero bueno no debía interesarme, además ya me había perdido los primeros diálogos de mi película.

Intento abrazar a mi niña y resulta que mi codo, se topa con un tenis maloliente que estaba justo en la cabeza de mi criatura, con el codo y mi mirada con bramido materno, quitó los pies de ¡oh sorpresa! La chica enmudecida y desmemoriada que además le huelen los pies. Volteo a revisar más lugares y es imposible, la sala llena, no hay más opción.

El señor que habla solo, comienza a intentar poner orden en la sala callando a un niño que apenas si se le entiende lo que habla, pero lo hace en un volumen bastante alto. El señor comienza con el tradicional Shhhh, y al ver que los padres del niño pasan la seña desapercibida, comienza a gritar, -callen al niño, provocando más ruido que el mismo niño. La peinada lo calla a él y comenzamos todos a callarnos a todos.

Cuando casi lográbamos que sólo se escuchara el “Hi-yo, Silver, away” comienza un celular a cantar –el pollito pío, el pollito pío. El dueño del teléfono lo saca y pareciera que intenta provocar a la audiencia al sacar el aparato y no contestarlo hasta que termina de cantar la cancioncita, por más de dos llamadas.

Antes de terminar la película se levantan los compañeros de enseguida (la peinada y el señor que hablaba solo) pero de inmediato llega una abuelita a preguntarme si están ocupados los lugares, la veo con gesto de “no me hable” y le contesto que no sé si la pareja pensaba regresar, así que se sienta con tres niñas en sólo dos butacas. Apenas se acomoda y las niñas corretean por el pasillo, hasta que una de ellas se cae al tropezar con mis piernas y deja de corretear, pero comienza a acusarme con su abuela de tumbarla.

A punto de enloquecer en esa sala, comencé a mirar alrededor y mis hijos al igual que otros pocos intentaban ver y escuchar la pantalla. Los demás esperábamos que encendieran las luces para seguir nuestra jornada. Entonces recordé que así había sido siempre el cine Raly de mi infancia, mi padre nos traía caminando de casa al cine y nos apresurábamos todo el camino emocionados por entrar, al entrar mi madre se acomodaba para dormir y los demás veíamos la película. Había ruido, y quizá nosotros en su momento lo generábamos, había carcajadas, había lágrimas, había gritos, pero recuerdo que invariablemente al final de cualquier película siempre había aplausos.

En mi barrio (como dice mi padre) o en mi colonia, existe este cine; el último cine de barrio en Monterrey. En donde la comunidad disfruta de una película sin gastar demasiado dinero, y en donde la función la puedes encontrar tanto dentro como fuera de la pantalla.

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